El banquete o el amor platonico
Nuestro Chef era reconocido con el sobrenombre de “El Gran Vatel” y era famosa su pasión por el trabajo perfecto. Era el mejor cocinero de Francia. Le gustaba recibir la admiración del propio rey Luis XIV y de la reina María Teresa, pero la fama le ocasionaba emociones encontradas que guardaba muy en su interior.
La cumbre de su carrera profesional sería alcanzada durante la muy conocida y publicitada fiesta de los “Tres Días”, organizada en el palacio de Chantilly en 1671 en honor del Rey Sol y una selecta comitiva de dos mil invitados, es decir, toda la Corte de Versalles.
Su jefe, el príncipe de Condé, pensaba conseguir gran provecho de su inversión, en lo político y en lo económico, para lo cual tenía que lograr la completa satisfacción del rey. Había que dejar “el resto” en la famosa fiesta y el encargo de “vida o muerte” recayó bajo la responsabilidad de François Vatel.
Para la minuciosa organización de ese colosal y frívolo espectáculo teatral en Chantilly se empleó un ejército de profesionales, todos al mando del Gran Vatel. Programa de actividades, planos de ubicación, distribución de las habitaciones según el rango y sobre todo para la conveniencia sensual de los cientos de amantes que desearían cercanía y discreción. Un menú diferente para cada uno de los cinco servicios diarios. La adecuación de las cocinas y los almacenes, la coordinación con los proveedores, el entrenamiento a los servidores, la organización, la planificación, la administración, el control, es decir, de 18 a 20 horas diarias, día a día, semana a semana, y Vatel llegaba a la concentración absoluta para su único objetivo: el éxito perfecto.
La obsesión inundaba los ambientes y crecía, cada día, cada hora, con la multiplicación de problemas por resolver, y en la medida que avanzaba el calendario, Vatel iba perdiendo peso. A esta montaña de presión se sumaban los pedidos del príncipe de Condé, primero amables, casi suplicantes y que luego se fueron convirtiendo en veladas amenazas, subjetivas y luego directas y violentas.
Por otro lado llegaba un caudal inacabable de caprichos reales, misivas-órdenes de todo tipo, directamente desde Versalles, indicando “detalles extravagantes” sobre sabores, colores, flores, surtuouts (centros de mesa sugeridos por el rey), actividades, perfumes, vinos, juegos temáticos, espectáculos teatrales, y decenas de nuevos pedidos diarios: esto sí y lo otro no y lo de más allá tampoco. El Rey Sol era una máquina de pedidos diarios, contradictorios, absurdos, es decir, de todo para hacer picadillo el hígado del personaje de la más santa paciencia.
Días antes del magno evento llegó a la efervescente Chantilly una comitiva real, formada por nobles de Versalles, para verificar y sugerir detalles de último momento, y en el centro de esa delegación brillaba como el lucero del alba una impresionante mujer, la codiciada de cientos de nobles galanes, la futura favorita del rey y en esa fecha “pupila” de la reina y su delegada personal, Anne de Montausier.
La joven Anna, que estaba acostumbrada a captar de inmediato el cien por cien de la atención masculina, se sorprendió al notar que el interesante, profundo y extraño hombre encargado de toda la organización, apenas había reparado en ella y al parecer no le prestaba la más mínima atención. Pero esa situación no iba quedar así, ella tenía en su archivo de seducción mil ardides diferentes. Seleccionó al comienzo los más simples: largas sonrisas con hoyuelos en las mejillas incluidas, miradas furtivas, acompasado batir de inmensas pestañas, abierto el último botón del generoso escote y un poco del sándalo más embriagador del cercano y lejano oriente. Anne no necesitó más, cogió al “pequeño” Vatel con las defensas bajas, por el cansancio y la preocupación, y en menos de lo que canta un gallo estaba rendido ante los encantos de tan singular dama.
La inmensa carga de trabajo, los problemas por resolver, las palpitantes preocupaciones, dudas, temores y angustias quedaron atrás frente a la posibilidad primero y realidad después de disfrutar de tan sensacional ejemplar, pura pasión, el sueño de una noche de verano y de invierno también. Cuando Vatel despertó de ese torbellino maravilloso estaba feliz y exhausto después de una larga cabalgata, por las praderas del edén.
De esta manera se inició el largo programa de actividades, los juegos, las comidas y bebidas, los amoríos... todo discurría como un torrente, más o menos organizado, previsible, controlable. El gran Vatel, siempre ocupado, presuroso, nervioso, apenas tenía tiempo para intercambiar una mirada lejana con Anna de Montausier. El Chef añorante reclamaba con urgencia un pronto y nuevo encuentro amoroso, sentía que necesitaba ese néctar de vida para por seguir existiendo, para frenar ese corazón desbocado que amenazaba con estallar de pasión.
Era un gran estúpido al pensar siquiera por un momento que esa estrella fugaz fuera una posibilidad para él. Era un absurdo imaginar que el gran Vatel pudiera competir en amoríos nada menos que con el Rey Sol. Se sintió decepcionado, pequeño, ridículo, corriendo de aquí para allá para satisfacer todo tipo de pedidos. Se le retorció el alma, ya nada tenía sentido y tras una voluta de desesperanza y en medio de una desolación se suicidó clavándose una espada en el corazón. Su muerte fue oficialmente adjudicada al aparente retraso de la llegada del pescado para componer un plato. Para el rey y sus cortesanos, el suicidio de Vatel fue una anécdota más en la larga lista de temas de sobremesa.
El legado gastronómico de la época de Vatel ha quedado escrito en las páginas de la historia. Como ejemplo podemos mencionar la creatividad estética, mediante asombrosas presentaciones con fuego, agua y hielo compitiendo con refinados sabores, aromas y colores. El extraordinario y suave volumen de la famosa Crema Chantilly. La Mantequilla Colbert (mantequilla maître d'hotel con glace de carne). El Lenguado Colbert (Juan Bautista Colbert fue consejero y ministro de finanzas). El Arroz Condé (pastel de arroz moldeado) y el Puré Condé (Puré de fréjoles rojos).
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